Si todos mirásemos al mismo tiempo esa
oscuridad que nos ciega, que nos va acabando. Quizá la oscuridad sea menos
penumbra y el fin sea menos indeseado. El cuerpo está allí, yaciente en ese
ojal de muerte que parece contenerlo en el momento más vulnerable. Está allí a
metros de corromperse, a segundo de hacerse podredumbre. Pero nadie está con él,
sólo el largo pabellón y las miradas que desde cierta distancia van haciéndose
a un lado para que la muerte no las toque. Acaso alguien que no sea su madre
cruzaría aquella línea. Él sabe que no. Sabe que en medio de aquella infernal
agonía nadie estaría a su lado. Alguna vez había imaginado estar tendido sobre
una mata de rosas rojas después de haber caído del caballo, y Rita a su lado
curando sus heridas, acariciándole el cabello, diciéndole tiernamente al oído
que no podría vivir sin él. Ahora la oscuridad en su mayor espesor, ahora la
soledad aglutinándose entorno a él. Sólo gritos, disparos que aún zumban
embistiendo al que se le ponga en frente. Sólo el deseo, sólo el instinto de
querer ponerse en pie y marcharse de allí para no volver más. El recinto parece
estar moviéndose dejándote siempre en el centro, caminas y estás en el centro,
tu cuerpo está tirado desangrándose en
el centro. Los gritos dan vueltas. La bala renegrida está en el centro
mirándote a los ojos. Tú miras por aquella ventanita que da al patio, tu mirada
se posa sobre un pajarillo negro, deseas como nunca ser él, aquel pájaro negro
que ahora es gris, y que ha empezado a estirar sus alas para echar vuelo,
estiras tus manos por las rejillas para que no se vaya. Quieres detenerlo
abriendo tus dedos al máximo, gritas pero el pájaro no te escucha. Nadie te
escucha. El pájaro está allí, en medio, desangrando.