LA MASA
Sus manos se habían
posesionado de aquellas rejas mohosas que cercaban la casa de la viuda. Aun así
fue arrancado de un tirón como se hace con la mala hierba. Soy inocente, yo no he sido, Don Simón yo no he sido. Ya era
demasiado tarde para que alguien se detuviera a escucharlo. En aquel momento la
masa estaba enceguecida. Casi fue llevado en vilo. Nadie le quería oír. Lloraba
mucho, yo vi cómo se sorbía los mocos cuando gritaba su inocencia. La gente
había empezado a golpearlo, sobre todo los hombres, mientras que las mujeres no
paraban de gritar, maldito, maldito
monstruo, ahora te mueres. Por ahí a una sola voz se escuchaba, justicia, hay que quemarlo. Al parecer
lo que le había hecho a la pobre Juanita nadie estaba dispuesto a permitirlo.
Ninguna benevolencia fue admitida para aquel que había mancillado un alma tan
pura, los puntales de un retraso mental estaban abiertos como un ojal, Juanita
sufría.
El
Goyo, fue hallado en el lugar del hecho, nadie supo por qué estuvo en aquel
lugar en ese preciso momento, tampoco le dieron la oportunidad para explicarlo.
Sus antecedentes lo habían condenado: errabundo, ratero, echado al alcohol y a
la droga. Nada le era favorable. Yo miraba con los nervios crispados. Lo habían
atado a un poste viejo. Tironeaban de las amarras para que no haya opción al
escape. Su ropa sucia estaba tirada por el suelo a lo largo del trayecto que
daba a la bocacalle y donde ahora estaba amarrado a su suerte, indefenso, como
nunca lo estuvo. Los golpes que recibió lo habían atontado. Yo vi cómo sus ojos
se nublaban y empezaban a coger un color blanquecino como si estuviera mirando
un profundo vacío. Su desnudez estaba cubierta solo de aquella polvareda que se
le había impregnado en el cuerpo cuando lo arrastraban por el suelo. Parecía un
cuerpo sedado, casi sin movimientos. Las amarras que le sujetaban al poste, eran
lo único que lo mantenía en pie. Todo parecía un gran ajetreo como si la masa
quisiera acabar de inmediato con todo. Supongo que para él todo era una
eternidad. Entonces la mujer que mascullaba palabrotas le empezó a echar
combustible al cuerpo. Apenas pude ver algunos movimientos que parecían salir
de un trance. Cuando de pronto una mano se alzó en medio de la masa y aventó un
cerillo encendido. Al instante el cuerpo se alzó en llamas. Los movimientos que
parecían dormidos empezaron a despertarse con desesperación, entonces pude oír
los gritos más estremecedores que había oído jamás. La masa parecía complacerse
con aquel espectáculo de horror. Sentía como si fuera mi cuerpo el que se
estaba quemando. Sus miembros desesperados querían escapar de sus amarras pero
no podían. Fue una eternidad ver cómo aquellos movimientos se iban deteniendo
poco a poco hasta quedar inmóvil. El olor a muerte empezó a asfixiarme y no
pude más, no pude detenerme más y empecé a gritar, a gritar para mis adentros.
Cuando la fuerza del orden llegó ya todo estaba consumado. Solo una masa que se
dispersaba agazapándose en aquella luz mortecina de la noche, y un cuerpo
quemado, quieto para siempre, en un impulso salido de la más profunda
desesperación. Yo permanecía doblado dentro de mí, ahora, desentendido del
mundo.
En
un asentamiento humano, alejado del centro de la ciudad, las cosas se olvidan
pronto. Los policías así como vinieron, así se fueron. Todo volvió a ser como
antes. Los traqueteos de las ruedas de las mototaxis volvieron a escucharse en
esas calles polvorientas que se extienden al lado de los cerros. Los postes se
alzaban nuevamente con sus cableados y esos carteles de colores fosforescentes
anunciando el espectáculo de fin de semana. El sabor insípido de la tarde se
fue asentando nuevamente. La masa empezó a desplegarse insumisa.
La
tarde que otra vez vi salir a la viuda me pareció una tarde aguardentosa. Sería
seguro el sabor a licor que aún permanecía dentro de mí. Juanita estaría otra
vez allí con el vencejo que la unía a un mundo de unicornios. Otra vez yo a la
pesquisa de los espacios vacíos, otra vez bordeando la reja enmohecida, otra
vez dentro de la casa frente a Juanita que me miraba a los ojos sin poner
resistencia. Otra vez yo destrozando sus unicornios. Solo quedaba el silencio y
el sabor rancio de la aberración. Afuera la oscuridad, adentro las cicatrices.
Nuevamente la noche parecía tender su manto de complicidad frente a mí, pero al
salir todo sería diferente.
No
pude soportar el dolor en mis manos cuando las arrancaban de su sujeción de
aquellas rejas que cercaban la casa. La masa empezaba a compactarse cerrándome
el paso, iniciándose un griterío atroz: te
jodiste maldito, ahora te mueres. El aire susurrante me decía que la gente
empezaba a informarse de lo sucedido con una rapidez sorprendente. Cierta
voracidad de justicia los fue envolviendo, yo lo volvía a ver, pero esta vez
contra mí. Mis mejillas chapeadas empezaban a hincharse con los golpes. Sentí
que me despojaban las ropas y dejaban ver hasta mi pobre alma, ahora totalmente
vulnerable. Las palabras que vociferaban ya no las podía oír. Parecía que todo
se me nublaba enfrente. Solo la sangre que brotaba de mi cabeza la sentía bajar
por mi cuerpo desnudo hasta perderse por mis piernas. Las amarras se ovillaban
por todos lados dejando inanimados mis movimientos. Cuando me lanzaron el líquido
graso apenas pude decir: perdónenme, no me maten. Luego de olisquear con
terror el combustible que había bañado mi cuerpo, vi la masa en su dimensión
verdadera, enardecida nuevamente,
mirándome con esos ojos de ira que reflejaban un cuerpo que ya empezaba a arder
en llamas.
(El Cabaret verde)