lunes, octubre 24, 2016

La Masa - El Cabaret verde





LA MASA



Sus manos se habían posesionado de aquellas rejas mohosas que cercaban la casa de la viuda. Aun así fue arrancado de un tirón como se hace con la mala hierba. Soy inocente, yo no he sido, Don Simón yo no he sido. Ya era demasiado tarde para que alguien se detuviera a escucharlo. En aquel momento la masa estaba enceguecida. Casi fue llevado en vilo. Nadie le quería oír. Lloraba mucho, yo vi cómo se sorbía los mocos cuando gritaba su inocencia. La gente había empezado a golpearlo, sobre todo los hombres, mientras que las mujeres no paraban de gritar, maldito, maldito monstruo, ahora te mueres. Por ahí a una sola voz se escuchaba, justicia, hay que quemarlo. Al parecer lo que le había hecho a la pobre Juanita nadie estaba dispuesto a permitirlo. Ninguna benevolencia fue admitida para aquel que había mancillado un alma tan pura, los puntales de un retraso mental estaban abiertos como un ojal, Juanita sufría. 

El Goyo, fue hallado en el lugar del hecho, nadie supo por qué estuvo en aquel lugar en ese preciso momento, tampoco le dieron la oportunidad para explicarlo. Sus antecedentes lo habían condenado: errabundo, ratero, echado al alcohol y a la droga. Nada le era favorable. Yo miraba con los nervios crispados. Lo habían atado a un poste viejo. Tironeaban de las amarras para que no haya opción al escape. Su ropa sucia estaba tirada por el suelo a lo largo del trayecto que daba a la bocacalle y donde ahora estaba amarrado a su suerte, indefenso, como nunca lo estuvo. Los golpes que recibió lo habían atontado. Yo vi cómo sus ojos se nublaban y empezaban a coger un color blanquecino como si estuviera mirando un profundo vacío. Su desnudez estaba cubierta solo de aquella polvareda que se le había impregnado en el cuerpo cuando lo arrastraban por el suelo. Parecía un cuerpo sedado, casi sin movimientos. Las amarras que le sujetaban al poste, eran lo único que lo mantenía en pie. Todo parecía un gran ajetreo como si la masa quisiera acabar de inmediato con todo. Supongo que para él todo era una eternidad. Entonces la mujer que mascullaba palabrotas le empezó a echar combustible al cuerpo. Apenas pude ver algunos movimientos que parecían salir de un trance. Cuando de pronto una mano se alzó en medio de la masa y aventó un cerillo encendido. Al instante el cuerpo se alzó en llamas. Los movimientos que parecían dormidos empezaron a despertarse con desesperación, entonces pude oír los gritos más estremecedores que había oído jamás. La masa parecía complacerse con aquel espectáculo de horror. Sentía como si fuera mi cuerpo el que se estaba quemando. Sus miembros desesperados querían escapar de sus amarras pero no podían. Fue una eternidad ver cómo aquellos movimientos se iban deteniendo poco a poco hasta quedar inmóvil. El olor a muerte empezó a asfixiarme y no pude más, no pude detenerme más y empecé a gritar, a gritar para mis adentros. Cuando la fuerza del orden llegó ya todo estaba consumado. Solo una masa que se dispersaba agazapándose en aquella luz mortecina de la noche, y un cuerpo quemado, quieto para siempre, en un impulso salido de la más profunda desesperación. Yo permanecía doblado dentro de mí, ahora, desentendido del mundo.

En un asentamiento humano, alejado del centro de la ciudad, las cosas se olvidan pronto. Los policías así como vinieron, así se fueron. Todo volvió a ser como antes. Los traqueteos de las ruedas de las mototaxis volvieron a escucharse en esas calles polvorientas que se extienden al lado de los cerros. Los postes se alzaban nuevamente con sus cableados y esos carteles de colores fosforescentes anunciando el espectáculo de fin de semana. El sabor insípido de la tarde se fue asentando nuevamente. La masa empezó a desplegarse insumisa.

La tarde que otra vez vi salir a la viuda me pareció una tarde aguardentosa. Sería seguro el sabor a licor que aún permanecía dentro de mí. Juanita estaría otra vez allí con el vencejo que la unía a un mundo de unicornios. Otra vez yo a la pesquisa de los espacios vacíos, otra vez bordeando la reja enmohecida, otra vez dentro de la casa frente a Juanita que me miraba a los ojos sin poner resistencia. Otra vez yo destrozando sus unicornios. Solo quedaba el silencio y el sabor rancio de la aberración. Afuera la oscuridad, adentro las cicatrices. Nuevamente la noche parecía tender su manto de complicidad frente a mí, pero al salir todo sería diferente.

No pude soportar el dolor en mis manos cuando las arrancaban de su sujeción de aquellas rejas que cercaban la casa. La masa empezaba a compactarse cerrándome el paso, iniciándose un griterío atroz: te jodiste maldito, ahora te mueres. El aire susurrante me decía que la gente empezaba a informarse de lo sucedido con una rapidez sorprendente. Cierta voracidad de justicia los fue envolviendo, yo lo volvía a ver, pero esta vez contra mí. Mis mejillas chapeadas empezaban a hincharse con los golpes. Sentí que me despojaban las ropas y dejaban ver hasta mi pobre alma, ahora totalmente vulnerable. Las palabras que vociferaban ya no las podía oír. Parecía que todo se me nublaba enfrente. Solo la sangre que brotaba de mi cabeza la sentía bajar por mi cuerpo desnudo hasta perderse por mis piernas. Las amarras se ovillaban por todos lados dejando inanimados mis movimientos. Cuando me lanzaron el líquido graso apenas pude decir: perdónenme, no me maten. Luego de olisquear con terror el combustible que había bañado mi cuerpo, vi la masa en su dimensión verdadera, enardecida  nuevamente, mirándome con esos ojos de ira que reflejaban un cuerpo que ya empezaba a arder en llamas.


(El Cabaret verde)


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