PERRO
MUNDO
Sientes una
patada que te hace retroceder, entonces decides regresar. La calle se ha puesto
demasiado peligrosa. No entiendes. En casa está el niño Gabriel esperándote.
Solo él sabe que la calle te da miedo y que te estremece el alma cuando alguien
te trata mal, inmediatamente te acaricia la cabeza y te abraza estrechándote contra
su pecho. Es lo que te hace sentir bien, mueves la cola y saltas, zigzagueas
dando ladridos de felicidad en el patio. La señora Valeria ha entrado a casa,
es mejor retirarse - piensas, sus gritos histéricos te asustan. Buscas el
cartón que han colocado en una esquina del patio de frías baldosas que te sirve
de cama, sobre él das varias vueltas tratando de encontrar la posición más
cómoda para echarte a dormir. Allí te quedas por horas, apenas te levantas para
ladrar cuando alguien toca a la puerta, pero el rezongón de la señora te
devuelve a tu lugar. Un trapo viejo que han colocado, hace más de un mes, para
que te sirva de abrigo, lo empujas con tu hocico tratando de sacarlo del lugar,
te incomoda, quieres alejarlo de ti. Hay un humor a rancio que no soportas,
sabes que allí se engendra un criadero de pulgas. De vez en vez, te paras y te
alejas, quieres
echarte en otro lugar, pero la voz de la señora te despierta de aquel
movimiento mecánico y corres a buscar tu sitio seguro, tu lugar donde eres
menos vulnerable.
Los
pasos flemáticos que logras oír son los del señor, te levantas y corres a su
lado, sabes que te hará cariños en la cabeza y luego te ordenará que te quedes
en aquel lugar, ya que a la sala no puedes entrar. Olisqueas en el aire, te
paras, caminas por el patio, levantas tu fina nariz y olfateas con mayor
profundidad, es pollo ahumado, entiendes que es hora de esperar, pronto vendrá
la comida, aunque solo sea sobras, pero es tu comida y lo esperas con mucha
ansiedad. Por suerte ya no están aquellos días en que la niña Verónica te
dejaba con hambre, cuando se acordaba de ti ya había entrado la noche. Desde
que se fue de vacaciones donde tía Victoria a Pacasmayo, la que te trae la
comida es la señora Valeria. Primero rodeas el plato y luego engulles, sabes
que no debe haber demoras, el hambre no espera. Al rato te sientes mejor,
quieres salir a la calle y correr, te gustaría ir al parque que está a la
espalda de la casa, echarte en la hierba, revolcarte en el montículo de tierra
que se encuentra en una esquina, orinar hasta formar un charco enorme, y que
todos los demás perros chuscos sepan que esa es tu zona, te gustaría defecar
sobre la tierra removida, quisieras eso, entonces te empieza a doler el
estómago, corres, das vueltas por el patio, vas a un rincón y no puedes,
quieres aguantarte pero ya es tarde, lo has hecho justo en medio del patio, un
mojón enorme, sabes que estás jodido, que esas cosas solo se hacen por las
noches cuando el niño Gabriel te saca a la calle y te lleva a dar una vuelta
por el barrio, hacia la canchita de fútbol. ¡Perro de mierda, asqueroso...no
puedes ir a la calle! otra vez la
patada de la señora que te manda a ocultarte en tu rincón, esta vez te doblas
rápido sobre tu cartón y te envuelves como un ovillo, te quedas quietecito, sin
hacer el menor ruido porque sabes que de un momento a otro te puede caer un
escobazo. Solo después de un largo rato, cuando sientes el aire mansito y las
voces se han apagado, decides levantarte a estirar un poco los miembros,
caminas por esas baldosas moteadas delineando curvas, círculos, giros medio
raros, estás cimbreante, rampas un poco, te encantaría quedarte así todo el
día, muy dentro de ti estás alegre, sabes que ya falta poco para que llegué el
niño Gabriel de sus clases. Cuando toca el timbre, brincas, ladras con
desesperación, mueves la cola doblando tu cuerpo. Es el niño, su olor te lleva
instintivamente a correr tras la pelota de hule, sabes que te hará saltar
tirándola por los aires. Lo esperas a la puerta de la casa, no demorará mucho.
Tus ojos se abultan tras la espera. Cuando se abre la puerta lo primero que
hueles es su sandalias de cuero crudo, entonces te alegras, lo escuchas hablar
pero no entiendes, solo corres tras la pelota y lo tomas con la boca, sabes que
el niño vendrá hacia ti y te la quitará con fuerza, pero tú estás decidido,
esta vez, a no dejártela quitar tan rápido, entonces se echa encima de ti y
ríe, sientes que eso está bien, que él está contento contigo, le muerdes el
brazo delicadamente y él te jala la oreja, entonces eres feliz, un momento que
desearías estirarlo por el resto de tu vida, pero eso es imposible, el niño se
irá pronto tras la voz imponente de su madre. Antes de irse bailoteas en medio
del patio invitándole a que se quede, a que no te deje otra vez, quisieras
decirle que ya estás cansado de
estar solo y llorar, aunque no lloras como ellos, lo haces por dentro,
quisieras gritarle que no te deje solo porque se te destroza el corazón y el
alma empieza a dolerte como si un aguijón lo atravesara por completo. Después
que te toca la cabeza, sientes sus pasos alejarse y otra vez quedas vulnerable,
tus ojos parecen humedecerse, estás en blanco sin saber qué hacer ni en qué
pensar, solo un enrejado de soledad y tristeza comienza a envolverte.
A
la mañana siguiente, muy temprano, la señora te deja salir a la calle para que
hagas tus necesidades, esta vez, estás decidido a llegar más lejos, caminas
hacia el parque, solo encuentras a un perro amigo que te ladra, en cualquier
otra circunstancia irías detrás de él y jugarías un poco, pero esta vez no, hay
ciertos empellones que te obligan a seguir adelante, entonces te diriges a la
canchita de fútbol, nunca hubieses ido si no estarías con el niño Gabriel, pero,
esta vez, vas solo, caminas con temor, te asusta el más mínimo ruido, hueles,
empiezas a olerlo todo, te acicalas un poco, son los nervios, buscas un
montículo de tierra para poder orinar, lo haces de la manera más rápida, miras
a tu alrededor, no hay niños bullangueros ni gente mayor que agarren una piedra
y te lo avienten al lomo sin compasión. El día aún no se ha puesto del todo,
decides seguir caminando, te paras, te lames un poco, avanzas, buscas con el
hocico algo en la tierra, das vueltas y empiezas a defecar, pujas, una
sensación de tranquilidad se empieza a enroscar en tu semblante, de lo más
hondo de tu ser hay algo que se complace con la libertad y te empieza a gustar,
entonces flaqueas, te distraes, cuando te das cuenta del error ya es tarde para
escapar. Un costal te engulle por completo como un reptil,
quieres escapar pero no puedes, muerdes a cualquier lado, sientes que estás
atrapado y no sabes qué hacer, una incertidumbre se apodera de ti, algo por
dentro te dice que no será nada bueno lo que te espera, tiemblas, como cuando
la señora se enfada contigo por tus orines en el patio, pero esta vez sientes
que es algo peor, tu instinto te hace pensar en algo malo, otra vez te mueves
con mayor fuerza tratando de zafarte de aquella oscuridad que te estremece.
Agudizas el oído, solo escuchas voces extrañas que no entiendes, pasos que
aceleran sobre el suelo sin asfaltar. De pronto sientes tu cuerpo chocar contra
el duro terreno, muy rápido intentas voltear el lomo tratándote de poner en pie
pero no puedes, tu corazón se acelera aún más, te empieza a faltar el aire, tu
aliento se hace espeso, empiezas a resollar. Cuando se abre el hocico que
minutos atrás te ha engullido, quieres huir, llamar al niño Gabriel para que te
salve de estos desconocidos que acaban de colocarte una soga al cuello. En tu
desesperación logras morder una mano gruesa y venosa que luego te toma de la
nuca y te levanta en peso, una flaca silueta se coloca delante de ti y apura el
amarre. Logras ver a otros dos pintando en la pared letras que no entiendes.
Sientes que ya no puedes hacer nada, entonces te dejas llevar por la
providencia, quizás el destino no sea tan malo contigo. El hombre, el amo sabe
lo que hace. Cuando sientes que la soga tensa tu cuello, ya es tarde para todo.
Solo asciendes sobre un poste viejo a las alturas.
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